Acusaciones vinculadas a una operación secreta de nariz amenazan al Gobierno de la presidenta de Perú, Dina Boluarte, y son solo la punta del iceberg de sus problemas.
La líder latinoamericana, cuya popularidad se ha hundido hasta situarse entre las más bajas del mundo —con un índice de desaprobación del 93%, según una encuesta reciente de Datum Internacional—, se enfrenta a una serie de investigaciones a manos de la Fiscalía de Perú.
La más grave se refiere a la muerte de más de 60 personas durante la represión por parte de las fuerzas de seguridad del Gobierno de las protestas que siguieron a la destitución de su predecesor, Pedro Castillo, en diciembre de 2022. Las más estridentes incluyen acusaciones de que aceptó relojes Rolex y otras joyas como soborno y de que transportó a un político fugitivo en un vehículo presidencial.
Pero es la cirugía plástica en su nariz en el verano de 2023 lo que ha captado recientemente más titulares en el país.
Boluarte, quien niega las acusaciones en su contra, ha sido acusada de abandonar su cargo para someterse a la intervención quirúrgica porque no informó al Congreso ni delegó sus poderes durante una ausencia de casi dos semanas para una operación que ha insistido en que era “necesaria e imprescindible” para su salud, como constitucionalmente estaba obligada a hacer.
Días atrás, el cirujano plástico Mario Cabani puso en duda esa afirmación, al declarar a un programa de televisión local que de las cinco intervenciones que realizó a Boluarte —entre ellas una rinoplastia, una septoplastia, una intervención en los párpados inferiores y un injerto de grasa en los surcos nasogenianos (líneas de la sonrisa)— todas menos una eran procedimientos estéticos.
Cabani, que dijo que tenía autorización judicial para revelar los procedimientos, también afirmó que Boluarte estuvo sedada y por momentos inconsciente, lo que contradice el relato de Boluarte, que ha comparado el procedimiento con una extracción dental, y el de sus abogados, que han mantenido que no estuvo inconsciente ni abandonó su puesto.
Boluarte no ha hecho comentarios sobre las afirmaciones de Cabani, aunque su portavoz dijo a El País que era un “asunto privado”. CNN ha pedido comentarios a su abogado.
Como si la controversia por la nariz de Boluarte no fuera suficientemente dañina, le sigue a otra sobre su muñeca.
En marzo de 2024, la policía allanó su domicilio (y posteriormente el palacio presidencial) en el marco del escándalo “Rolexgate”, en el que se la acusa de enriquecimiento ilícito y de no declarar la propiedad de varios relojes de lujo. Boluarte ha insistido en que los relojes eran en realidad un “préstamo” que aceptó por error.

El panorama apuede resultar chocante para quienes no conozcan la política peruana y los problemas bien documentados de sus dirigentes en las últimas décadas.
Pero en este país, los escándalos presidenciales —probados o presuntos— son tan habituales que una de sus cárceles ha albergado a cuatro exmandatarios caídos en desgracia.
Podríamos llamarlo la maldición de la presidencia peruana: desde el cambio de milenio, siete presidentes han sido llevados a juicio o se han enfrentado a desafíos legales relacionados con acusaciones de corrupción o abusos de los derechos humanos. Un octavo se suicidó de un disparo cuando la policía iba de camino a detenerlo.
Como fichas de dominó
El origen de la notoria inestabilidad política de Perú —Boluarte se convirtió en la sexta presidenta en solo siete años al asumir el poder, en 2022— se fija a menudo en a la presidencia de Alberto Fujimori, destituido en 2000 tras un escándalo en el que estaba implicado su jefe de inteligencia y condenado por cargos de corrupción, malversación de fondos y violaciones de los derechos humanos por hechos que incluyeron la autorización de un escuadrón de la muerte.
Desde entonces, las carreras políticas de la mayoría de los sucesores de Fujimori también han acabado en desgracia.
Alejandro Toledo (2001-2006), el primer hombre elegido presidente después de Fujimori, fue condenado el año pasado a más de 20 años de prisión por recibir millonarios sobornos de la constructora brasileña Odebrecht, en un escándalo que ha manchado a las élites políticas de toda América Latina.
Alan García (2006-2011) se suicidó en 2019, el día en que fiscales y policías iban a detenerlo en el marco de una investigación también vinculada a Odebrecht.
Ollanta Humala (2011-2016) fue condenado en abril por un tribunal de primera instancia a 15 años de prisión por recibir aportes ilícitos de campaña de Odebrecht y del gobierno venezolano.
Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) dimitió tras dos años en el poder después de quedar envuelto en las tentáculos del escándalo Odebrecht cuando salieron a la luz acusaciones de lavado de dinero. Hoy se encuentra bajo arresto domiciliario mientras continúa un juicio en su contra.
Martín Vizcarra (2018-2020) disolvió el Congreso al año siguiente de llegar al poder. Tampoco terminó su mandato: fue destituido por el Congreso por “incapacidad moral” tras ser acusado de recibir sobornos durante su etapa como gobernador. Actualmente está bajo juicio.
Pedro Castillo (2021-2022), maestro rural y dirigente sindical, era relativamente desconocido cuando ganó las elecciones tras un breve periodo de dos presidentes interinos, uno de los cuales dimitió en menos de una semana. Fue detenido por presunto delito de rebelión y destituido por el Congreso tras intentar disolverlo y establecer un gobierno de emergencia.

Boluarte, vicepresidente de Castillo, asumió el cargo en 2022.
Todos los acusados y condenados han rechazado las acusaciones en su contra.
¿Cuándo empezaron a ir mal las cosas?
Muchos expertos señalan la asunción de Fujimori en 1990 como un momento clave del proceso. Entonces el país, que había vivido la década de 1970 bajo una dictadura militar, volvió a estar en control de un Gobierno autoritario.
Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses y presentador de un programa de televisión centrado en el medio ambiente, empezó su Gobierno de manera democrática, ganando las elecciones con una campaña a favor del cambio en un momento de crisis económica y derrotando a una coalición de derechas liderada por Mario Vargas Llosa, quien años después ganaría el premio Nobel de Literatura.

También recibió elogios por sus políticas de austeridad conocidas como el “Fujishock”, que frenaron la hiperinflación, así como por su lucha contra el Sendero Luminoso, un grupo terrorista responsable de decenas de miles de muertes.
Sin embargo, pronto surgió su vena autoritaria y, mientras empezaban a arremolinarse las acusaciones de abuso de poder y corrupción, recurrió a sus fuerzas de seguridad para reprimir a sus oponentes.
A los dos años de su triunfo en las urnas, Fujimori dio un “autogolpe” en el que cerró el Congreso y el poder judicial, revisó la Constitución e instauró una dictadura “que demolió los partidos políticos”, según el abogado constitucionalista Luciano López.
“(Para Fujimori) era un antivalor pertenecer a un partido político, un antivalor hacer política”, dijo Aníbal Quiroga, decano de la facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad César Vallejo.
Desde entonces, según Quiroga, los partidos políticos han sido “cambiados permanentemente por movimientos personalistas, populistas, improvisados”.
Para las próximas elecciones del país, previstas para abril de 2026, hay 43 candidatos inscritos para optar a la presidencia, decenas de los cuales no cuentan con el apoyo de las estructuras partidarias tradicionales. Como dice Quiroga, “lo que más produce Perú después del café son candidatos presidenciales”.

El Congreso vs. la Presidencia
El constitucionalista López señala otro legado que data de la época de Fujimori como factor de inestabilidad: la Constitución posterior a su autogolpe, de carácter presidencialista pero que otorgaba al Congreso ciertos mecanismos de control político.
El problema en el balance de poderes quedó en evidencia en 2017, cuando el Congreso —que por primera vez tenía mayoría opositora— hizo caer al entonces presidente Kuczynski. Desde entonces, a los presidentes les resulta más difícil mantenerse en el poder.
Otro factor amplifica el problema: el actual Congreso ha modificado varios artículos de la Constitución, según López, aumentando el desequilibrio de poder y dejando un Congreso “todopoderoso”.
López teme que esto esté creando problemas para el futuro. Si un presidente gana las elecciones, pero no tiene el respaldo del Congreso para gobernar, ¿qué hará? “Sinceramente espero equivocarme, pero estamos muy expuestos a un nuevo 5 de abril de 1992”, dice, refiriéndose al día del autogolpe de Fujimori.

“La prisión de los presidentes”
Tal vez no haya mayor símbolo de la maldición que la prisión de Barbadillo en Lima, conocida popularmente en Perú como la “cárcel de los presidentes”, que en su día albergó a Fujimori y donde están tres de los líderes que le sucedieron: Toledo, Castillo y Humala.
Sin embargo, algunos expertos advierten del peligro de considerar los problemas de corrupción de Perú —que ocupa el puesto 127 de 180 en el índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional— solo a través de la lente de sus expresidentes caídos en desgracia.
Como señala Quiroga, si bien ha habido casos de corrupción presidencial, también ha habido casos de “lawfare”, dice, una práctica que puede definirse como el “uso y el abuso de procedimientos judiciales, o del sistema jurídico en general, con fines y objetivos políticos, a menudo con el objetivo de eliminar, dañar o deslegitimar a un adversario”.
Mientras tanto, el exprocurador y expresidente de Transparencia Internacional José Ugaz señala que la lista de presidencias malditas puede mostrar que Perú es “parte de un club de países vergonzosamente atravesados por la corrupción”, pero también muestra que ha sido capaz de “sentar en el banquillo de los acusados a siete expresidentes”.
Con información de Jimena de la Quintana, Angélica Franganillo Díaz e Hira Humayun, de CNN.